lunes, 4 de agosto de 2008

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José Martí.

domingo, 3 de agosto de 2008

LA CASA DE UNO: NOVELA DE AÑORANZAS DE HOLGUÍN, ISLA DE CUBA


LA CASA DE UNO


ARMANDO GÓMEZ


(Novela)



Arrastrado por la obsesión de recordar, y con el presagio de que está próximo a su fin, Ecliserio camina despacio hacia el mar, tal vez buscando alejarse de los ruidos habituales. Las aguas le prestan el susurro de una eternidad que le es familiar. Esto lo hace feliz. Conociendo yo a Ecliserio como lo conozco, se que pasará mucho tiempo entretenido, expuesto a la rabiosa investida de las olas. Hace tiempo quisiera él explicar con palabras lo que la otra (que es ella y a la vez la gente) puede hacer con ligereza, pronunciando en un santiamén todas las traducciones posibles.
Él guarda silencio. Prefiere entretenerse junto al malecón, alentado por un jadeante atardecer capitalino que ni siquiera le pertenece. Pretende someterse a un algo que le ayude a nombrar las cosas de otra manera.
Me quedé observándolo y casi adiviné lo que intentaba. El se sabe en la mira desde una distancia desconocida, porque una criatura inmersa en obsesivas contemplaciones va de un lado a otro con la virtuosa capacidad de lobreguez que la caracteriza. Como una realidad ineludible, él la descubre tras las ruinas que forman parte del perfil de la Habana.
Ecliserio escogió la intemperie, el silencio de las altas horas junto al mar, su paraje favorito. La gente no lo habría reconocido en ese inútil empeño. No es él precisamente un pescador de oficio, pero se entretiene echando el anzuelo. Sabe que allí no cogerá un gran pez y lo toma como un juego, un juego del destino que lo desvela. A veces el rumor, otras la calma, la indiferencia de sí y del fluir de la sangre circulando dentro de su cuerpo.
Hace ya mucho tiempo, apropiándose de un concepto que le permite creerse él mismo su casa, Ecliserio dejó de centrar su vida en otras emociones. Si todo ocurre en este espacio interior que es él, ¿qué le puede importar lo que niega y ofrece el ir y venir de la luz y la sombra?

2
Tendido boca arriba en el patio, deja que ella dibuje ladrillos en su cuerpo desnudo. Se ríe a carcajadas de niño bajo la inmensa cúpula celeste. Fue en vísperas de la noche buena, cuando los parientes de la costa, llegaron por sorpresa en una carreta crujiente. Ecliserio nunca había visto tantos tíos y primos juntos, pero la bulla duró poco tiempo. Todo se redujo a varios juegos improvisados entre los muchachos, el asesinato de un robusto marranillo, varias gallinas estranguladas y un montón de mujeres metidas en la cocina. Después de la cena se fueron en la misma carreta y Ecliserio regresó al patio, se desnudó y le dijo a Nenita: sigue.
3
Al otro lado del jardín el abuelo había cavado un pozo. Su abuelo, el que ahora dibuja de memoria y lo arma como un rompecabezas, es el mismo que yo recuerdo renegando por el desacierto de elegir un suelo de agua salobre. Pero entonces estas cosas se hacían por intuición o esperar que una efímera luz se posara en el lugar exacto. Los cálculos del abuelo fallaron esta vez y allí quedó un hueco de donde salía un olor penetrante de azufre.
En los siguientes días todos vieron construir un molino de viento que no hacía más que lanzar las sulfurosas aguas al camino, dejando un sinuoso rastro de yerba contaminada y seca. -hay que cegarlo-, dijo Don Pancho, el abuelo, resignado - de nada sirve gastar tiempo y dinero en un brocal-. En esta tierra movediza para embrocalar un pozo se necesita postes de madera dura, de esos que se entrecruzan como en el abra de ciertas minas.
Antes de que cegaran el pozo, Ecliserio metía la cabeza entre las dos tablas de la cubierta y se asomaba. Sentía una rara sensación sabiendo que podía caer, perderse en aquella oscura profundidad. Era como regresar a su origen. Que terrible imaginarse una eternidad en aquel ojo de agua abismal. Nada podía ser más parecido al infierno.
4
A Ecliserio le sucede como a todos, o tal vez no. El y Juan Zacarías, su hermano, encontraron el aislamiento. Un espacio secreto donde una y otra vez se tendían sobre el movedizo relleno de escombros con el que Don Pancho terminó cerrando el pozo. Sin embargo con el paso de algunos días aquel hundimiento hizo para ellos un refugio a menos de un metro de profundidad. Fue todo lo que quedó: cuatro paredes de barro dúctil donde pasaban las horas tallando castillos y ciudades imaginarias.
Mientras las mujeres histéricas alzaban la voz, quejumbrosas contra el insolente mediodía, Ecliserio y tú eran los dueños absolutos de un territorio ignorado donde podían hablar con los árboles, llamarle “vecina” a la torcaza del cocotero, y otras ocurrencias que provocaban la burla de la gente. Ella y ellos eran la gente, y se arriesgan a escuchar sus intrigas cotidianas a sentirse bajo el peso de una solapada vigilancia. Tío Paco también era la gente. Cuando destruyó tus aviones de hojalata y los tiró a la basura, estuviste llorando toda la tarde. ¡Que rabia!, vi a Ecliserio esconderse debajo de los altanas que rodeaban la casa. Estos arbustos, se difundían entre los bejucales cubriendo la cerca. A él le gustaban los altanes. Parecían pequeños cipreses salpicados de flores amarillas.
Sin embargo, las noches eran diferentes. Ecliserio siempre le tuvo miedo a la oscuridad. Como dormían en el mismo cuarto, Marina apagaba las luces y punto; Para orinar, el se tiraba descalzo de la cama y tembloroso, salía al patio debatiéndose entre dos alternativas: aterrarse con las apariciones o aparatos, que según los cuentos salían por allí, o soportar los pleitos de Marina su madre, que al descubrir el colchón entripado lo regañaba con voz chillona, y formaba un escándalo en todo el vecindario y no había quien la callara. Por eso esperaba con ansias el amanecer. Era semejante de libertad.

5
Los muchachos de la Colonia vivían como animales sueltos en medio de un paraíso de caña y cocoteros. Así eran entonces las plantaciones en las llanuras del oriente de Cuba. Majestuosas. Aunque en las tierras bajas la caña crecía raquítica, a penas ocultando algunos arroyuelos, y en contados meses del año se convertían en lugares de pesca.
Era más divertido el tiempo de lluvia. A veces pasaban hasta quince días o más lloviendo sin parar y en el arroyo los camarones se amontonaban en el fondo, debajo de las piedras. En medio de un “temporal” si había suficientes pitices, todos nos sentíamos radiantes; nos traíamos a la mesa un buen plato de éstos crustáceos a la parrilla con boniato asado; aprendimos a enterrarlos en el fogón de leña, en el rescoldo de la ceniza.
Me atrevo a decir; que Hilario se complacía con este “mal tiempo”, pues con tanto fango era imposible meterse a desyerbar los cañaverales. El padre de Ecliserio y Juan Zacarías, no era muy largo para cortar caña, en realidad como machetero no ganaba mucho.
En una de esas tardes de temporal, Ecliserio desapareció caminando hacia la línea del tren. La llovizna bañaba su rostro y el cantando en voz alta; bien alta para no escuchar ruidos extraños, murmullos, o un borboteo de manantiales a flor de tierra. Escuchaba el acompasado croar de las ranas celebrando su ambiente favorito, la época de los grandes charcos. Aunque para él, lo peor era el sobresalto provocado por el jubo en su desliz. No es una buena decisión irse así, huyendo, bien lo sabía, pero quien soportaba la ira de su padre, un hombre que solo sabe imponer el respeto con un cinturón de cuero, lanzando el latigazo a lo que pegue.
Escaparse era una costumbre para los muchachos del Batey. Se van por ahí, a esconderse en los cañaverales, y esperan que las cosas en casa vuelvan a la normalidad.

6
Mi casa soy yo -hubiera dicho-, o como después aprendió de memoria con los evangelizadores, quienes ponderaban que la iglesia era el cuerpo de Cristo; -“mi casa es mi cuerpo”, y en esta ingenua libertad de cabalgar su propia fantasía, no para de andar, jubiloso, de creerse jinete y caballo a la vez, reinventando el centauro de su infancia.
Lejos, muy lejos del de las voces adultas, se ha instalado a distancia de la casa, de sus perfectos escondrijos; del pozo ciego sin molino y él, un solitario ocupante dentro del agujero, tallando casitas, unas dentro de otras, esculpiendo puertas más grandes que lo enmarcaban todo, convirtiendo el fango en pequeños figurines.
Ecliserio había conocido como herencia, una libertad escondida, flanqueada por espesos cañaverales. El padre despreocupado sabía que más tarde llegaría con sutileza, como otras veces.
Él, juglar machetero ha cambiado la violencia por la guitarra y llueve. Marina ofrece un irresistible café recién colado. El tío artesano se ha empeñado en hacer docenas de jarros y candiles, y sigue martillando artefactos, alambres y cadenas… casi se ha vuelto loco.

7
No es la primera vez que Ecliserio llega a la línea a ver el paso del tren cañero. Lo ve como un camino de hierro que separa los territorios en dos: paisaje conocido y mundo inexplorado.
La tienda es una casa de madera pintada de rojo y verde con techo de tejas y portal de zinc. Cuando viene con su abuelo, se queda afuera leyendo lo que dicen los anuncios de lata y deletrea y vuelve a deletrear coca cola red rock cola pepsi cola ironbeer COCA COLA, RED ROCK COLA, PEPSI COLA, IRONBEER, PIÑA PIJUAN, JUPIÑA, CAWY, MATERVA, AGUA SALUTARIS. JABÓN CANDADO, OSO BLANCO, RINA, PALMOLIVE, HIEL DE VACA, PASTA GRAVI, CREMA DENTAL COLGATE, y a esta tienda ya no le queda espacio en las paredes. Cada vez que vienen esos carros y pegan nuevos anuncios. He visto un anuncio en una palma que dice MEJORAL, con el paso del tiempo a perdido sus colores y no se pueden ver las letras.

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Ecliserio en nada se parecía a su hermano, porque él odiaba a su padre y lo culpaba de casi todas las desdichas, incluso del sufrimiento de Marina que era una tragedia mayor. Él permanecía perturbado por la contemplación. Pero a pesar de lo retraído y temeroso, sabía robarle un cariño especial a su hermano. Algo que yo definía como ese “amor de uno” por uno mismo. Si tú eres mi sangre no puedo dejar que abusen de ti. En cambio no cuento con tu ayuda pues conozco tu pánico frente al contrario; no atinas a defenderte, no tienes sangre fría para la pelea. Te ciegas y olvidas todo tipo de estrategia corriendo el riesgo de matar al agresor de un primer golpe.
La Gente, Ella, Marina, Hilario, Don Pancho, Doña Paula y el Tío Paco, no supieron absolutamente nada. Sólo yo dentro de ese pequeño espacio de la casa pude conocer con sutileza, el acoso desorbitado a que estaba expuesta la precoz sensualidad de Ecliserio, quien guardaba un insondable mutismo ante los ocasionales asedios. Siempre anhelante de nuevas experiencias, disfrutaba la sorpresiva intersección; el encuentro inmaduro y candoroso era para él también una fineza del espíritu con un valor especial. Fuere cual fuere la verdad, el hecho de mantener su secreto no creía que estuviera relacionado con el error de mentir.
Yo sabía que Ecliserio pasaba largas horas junto a la línea del tren, siempre buscaba algún remanso, un árbol, alguna tienda improvisada con cartones. Yo sé que en la memoria de Ecliserio, este fue un sitio al que recurrió el resto de su vida. Allí por primera vez se confrontó ante el cuerpo del otro, el que se desnudaba y le decía ven, provocándole un sentimiento de desolación, pero como la fragancia seductora de las frutas salvajes, la piel semidesnuda del inverso lo involucraba, amansándolo en pose de obediencia.

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Después lo vi muy diferente. Alejado de mí y de Nenita, la niña que venía a los rincones aislados del jardín, invitándolo a los juegos que a una edad muy temprana les dio por celebrar entre sí. Pero ella y el castigo eran una misma cosa, ella y los regaños constantes y los gritos de los vecinos propagándose de una casa a la otra y la madre diciendo: Nenita, adonde te has metido desgraciada.
Ecliserio cerró con ímpetu la puerta de su casa; esto no debe suceder, mi casa soy yo, pero todo fue inútil y entonces esperaba el momento oportuno. Solo podía justificar aquellas largas ausencias huyendo, porque todo se daba en una suerte de tregua, mientras su padre contenía cualquier molestia, improvisando décimas con su guitarra.
Hilario era un hombre que ignoraba casi todo, principalmente aquello relacionado con la belleza, aunque fingía ser un padre amoroso, otras preocupaciones lo distanciaban. Él también buscaba momentos de evasión, pero como no le rendía cuentas a nadie, lo veíamos salir correctamente afeitado con un sombrero de pajilla y un trajecito blanco ceñido al cuerpo y su guitarra al hombro, subir al caballo y perderse por varios días. Ecliserio le decía entre dientes: no te condeno, viejo arrogante, soy feliz con lo que tu ignoras; he conocido un amor inmaduro y dulce.
Como hubiera querido Ecliserio nombrar las cosas, estampar sus sueños en una página blanca perdurable, pero al saltar de su cama al jardín, trazaba sus dibujos sobre la arenisca de un patio que su abuela barría cada mañana, se conformaba con la apropiación efímera del contorno de sus bestias. Regresar al pozo de “su ciudad perdida” era un acto del pasado inmediato: - al menos ya se quien soy – decía- y hasta tengo pasado. Antes ni siquiera me preocupaba contar los días.



10
Un día su padre le dijo a los dos hermanos: muchachos hay que trabajar muy duro. -Después si queda tiempo se alistan en la escuela rural -. Les compró un sombrero y unas botas a cada uno: mañana nos vamos a la limpia de caña. Ya no te vas a llamar Ecliserio; te llamarás Zorrillo; y volteó para donde estaba el otro a quien le habían puesto Juan Zacarías y le dijo: tú te llamarás Espabilano. Allá estaban al día siguiente, a medio día en el cañaveral con un sol abrasador.
De vez en cuando miraban a Hilario, de reojo, apretando los dientes con una rabia desesperada, cuchicheando que los juegos se fueron al carajo y no hay tiempo para pensar en las sorpresas del abuelo, ese buen amigo quijotesco que saca de una bolsa a manos llenas los soldaditos de plomo y los trompos de madera y los payasos de hojalata aunque no sea Día de Reyes.
Juan Zacarías (Espabiliano) adoraba su sombrero y las botas de piel que le habían regalado. Las usaba a toda hora con evidente orgullo de guajiro nato. Sentía una pasión exagerada por las herramientas del campo. Para él eran como juguetes. Cuando hablaba del arado, ese que tiene forma de proa, (único implemento que el abuelo empleaba para romper la tierra con un solo buey) consideraba que era una reliquia de familia. Conocía muy bien la coa, el garabato, el azadón, la guámpara, y el machete de podar los mayales.
En uno de esos días de pereza, Hilario le fabricó un garabato en miniatura y le encantó. Lo cogió y se fue corriendo. En realidad aquel padre no era precisamente, santo de su devoción, pero en ciertos días la casa se llenaba de una repentina felicidad y todos vivían los beneficios de la reconciliación.
Hilario observaba a sus hijos con detenimiento, sabía que Ecliserio (Zorrillo) tenía un poco de Juan Zacarías (Espabiliano), pero Juan Zacarías en el fondo, también tenía su poquito de Ecliserio, quien era feliz y ni siquiera se preguntaba por qué ese invento de su padre con el apodo de Zorrillo.
Enseguida que Ecliserio regresó del campo, tiró el sombrero y colgó las botas de un gancho. No las volvió a mirar por muchos días. Les pagaron muy poco, mira que pasarse una quincena cortando bejucos y arrancando la yerba mala para que salgan con esa mierda y se iba descalzo hasta la orilla del pozo ciego, que de pronto parecía el cráter de un viejo volcán cubierto por un frondoso bosque de helechos.

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El Batey de Colonia 4 estaba enclavado en una elevación con arboledas y pequeñas parcelas sembradas de hortalizas. Don Pancho había trabajado esas tierras con un entusiasmo desbordante, pero lamentaba la mala suerte que tuvo con el pozo.
Sin embargo, callejón abajo, justo donde nacía la cañada, reventaban los manantiales y el agua dulce fluía todo el año. La gente de por allí, en su mayoría mujeres, tenían que bajar la loma por un trillo sinuoso, sacar el agua del cenote y cargarla cuesta arriba en unas latas que colgaban de una vara.
Una calurosa noche de 1949 escuchábamos en el radio las aventuras de Leonardo Moncada. Teníamos un radio Emerson conectado a una batería de igual tamaño. Era la única atracción hasta que un irresistible ruido de motores irrumpió en la explanada del batey, deslumbrándonos con sus potentes focos. Ecliserio quedó alucinado y lo escuché decir que una vez se quedó mirando la salida del sol, y tuvo la sensación de ver el Astro Rey multiplicado en el cielo. Aunque esto duró muy poco en su retina, tuvo para él impredecibles motivaciones.
El dueño de Colonia 4 había comprado su primer camión para llevar la caña hasta la grúa. Después llegaron los tractores y una serie de implementos para los cultivos, Ecliserio tenía nueve años y decididamente no le gustaba el campo. Sin embargo la presencia de aquellos artefactos lo llenó de curiosidad y alegría. Le era grato andar entre los fuertes olores de la gasolina y el fabuloso espectáculo de contemplar un motor en marcha.
Hilario supo que no contaría con Ecliserio (Zorrillo) como futuro machetero, no mostraba interés alguno por los asuntos del campo. Tal vez él mismo como padre no se percataba de la tragedia que implicaba para los hijos cerrarles el camino de la educación y convertirlos en jornaleros maltrechos, mal pagados en la zafra y mucho peor en tiempo muerto. Ese era el limitado siclo de vida del cañero.
Ecliserio no se sentía Zorrillo; era Ecliserio y amaba con pasión el mundo de los libros y sentía una especial sensualidad por la escuela rural de La Palma, su primera escuela, un mágico espacio abierto para el, y para esa casa interior que él mismo se había construido.

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La casa de uno va iluminándose en tanto dejamos entrar las luces de otras casas. Ella, su abuela Paula, tiene un mérito imborrable: lo enseñó a leer. Ecliserio se convirtió en la contrapartida de su padre quien no tuvo el menor beneficio de las letras, y cuando digo letras no me refiero a la literatura clásica. Sencillamente las veintiocho letras del alfabeto. Aunque Hilario aprendió a escribir, nunca las utilizó al cien por ciento. Y escribía: café = kfe, caña = kña, caballo = kaballo. Abuela le enseñó a Ecliserio el abecé en muy pocos días y recuerdo su rostro lleno de felicidad al comprobar que ya podía leer los titulares de la revista Bohemia, la mas famosa de Cuba en aquella época. Era un buen discípulo y se ganó su corazón para siempre.

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Ecliserio vuelve sus espaldas al camino y ve a su madre asomada junto a la cerca. Ella se queda ahí parada y empieza a gritar pero tantos gritos y chillidos le llegan interceptados por un remolino agitando la paja seca, rabiosa, elevándose contra las nubosidades de la tarde.

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Aquella tarde vio a su madre, cuesta arriba por el mismo trillo sinuoso, cargando en una vara las dos latas de agua. No hizo nada. Juan Zacarías hubiera dicho: -paren ahí, coño, paren el jip por que me tiro…me tiro. Era todo un hombre y amaba con locura a Marina. No la hubiera dejado dar un paso con la carga. Pero Ecliserio no hizo nada, se lo fueron llevando así, alejándolo hasta que la perdió de vista.
Yo sé que ella sufrió en silencio esta separación temporal o tal vez se pasó todos aquellos meses diciéndole a Hilario que fuera a buscarlo. Sin embargo, Ecliserio disfrutó una agradable temporada en Holguín, aunque se preguntaba cuanto tiempo estaría lejos de su casa, para él fue breve, una experiencia que lo definió: amar la ciudad, olvidarse del Zorrillo, aquel personaje que le habían asignado para animar unas pocas jornadas en la limpia de caña.

En unos cuantos días Ecliserio estaba de regreso a casa, y ya no vio el Batey con los mismos ojos. Él como el Zorrillo de los cañaverales, jamás habría conocido las luces de neón iluminando gigantescas fachadas, ni se habría embelesado con su cara pegada a las vidrieras navideñas que lo llenaban de una inmensa alegría; no tuvo mucho tiempo para echar de menos a su casa, pues siendo un niño favorecido por su padrino Don Benito, dueño de la Colonia 4, se desvelaba conociendo muchos rincones de Holguín, y muy pronto lo llevaron a conocer el mar.
Acompañar a un hombre de negocio que a la vez era una figura política provocaba veneración, una euforia desmedida en la gente de los lugares por donde pasaban. Aquellos periplos fueron fascinantes para Ecliserio que se la pasaba viajando de una ciudad a otra, conociendo un mundo exterior diferente a través de los cristales del yip: luces, luces y colores; multitudes pregonando aromas y cacharros. Fue agasajado con dulces que podía comer hasta empalagarse. ¿Sabes que luces son aquellas azules y rojas? Le preguntaba Don Benito, señalando desde una pendiente en la carretera rumbo a Holguín- No sé, no sé. Parece una torre, decía él con cara de idiota. Son las luces del teatro Infante completamente visibles desde esta loma.
Ella, la Gente sentía un discreto temor por el destino de Ecliserio y lo veían como el acarreamiento de un futuro empleado en los negocios de Don Benito. Juan Zacarías no lo veía así y hasta siente curiosidad y nostalgia. Tal vez es uno de los que más lo extraña y ahora se me ocurre pensar que si estuviera aquí, lo enseñaría a defenderse. No le gusta verlo palidecer de miedo cuando otro muchacho se abalanzaba sobre él y lo tiraba sobre la yerba.

No pudo evitar las lágrimas el día que su madre acompañada de Hilario tuvo que viajar a Holguín para sacar la cédula y darle el voto a Batista. Ecliserio estaba feliz, pues se había hecho la idea de que ya iba a regresar a casa. Marina le sonrió con un guiño de complicidad, como diciéndole te regresas con nosotros. Ese día la vi muy bonita con su pelo largo y un vestido nuevo que no le había visto antes. Pero todo terminó en una falsa alegría para Ecliserio, porque su padrino lo primero que hizo fue matricularlo en un colegio privado. Hilario no puso ningún obstáculo. No esperaba nada bueno del muchacho como futuro machetero en la colonia y optó por dejarlo en Holguín un tiempo más. Pero no duró mucho en la ciudad. Le tocó comenzar el año 1950 en su Batey de la Colonia 4.

15
Volvimos a la escuelita rural de La Palma. En tiempo de sequía hacíamos poco menos de una hora por un atajo, intransitable en la temporada de lluvia. Ecliserio era el primero en despertarse, siempre alerta de no amanecer con el colchón mojado. No había nada más placentero para él que orinar al aire libre, lanzando el chorro sobre un follaje de romerillo que su abuela siempre había hecho respetar – porque son yerbas que curan el catarro- decía -. A mí que ni se les ocurra darme a probar el sumo de esas hojas bautizadas con orine.
Juan Zacarías se levantaba después, con su santa calma y, listos para la escuela, se sentaban a esperar que Marina viniera con dos jarros de café caliente y enseguida corrían a donde el abuelo ordeñaba una vaca. No saben ustedes que delicioso es un café con leche espumoso directo de la teta de la vaca. En la escuela rural repartían un chocolate Milo con galletas que oficialmente se llamaba desayuno escolar, pero ellos habían tenido suficiente calorías para la caminata.
Realmente aquellos meses fueron divertidos, al menos Ecliserio creció en muchos aspectos. Sin embargo Espabiliano no sacó gran provecho de la escuela rural. A duras penas, terminó el primer grado. Faltaba a clases con frecuencia porque, cuando decía -no voy- no había quien lo obligara y, naturalmente, terminaba escondiéndose hasta muchas horas después que aparecía cargado de mangos o alguna otra fruta de la temporada, cantando como gallo, o imitando los ladridos de un perro.
No creo que sea tan importante recordar los más de cuarenta nombres reunidos en la escuelita, incluyendo al maestro que era un hombre blanco, alto, de ojos azules y licenciado de una academia militar, suficiente virtud para aplicar una férrea disciplina. Sabíamos que se llamaba Marco, pero muy pocas veces podíamos escuchar su nombre, pues lógicamente había que llamarlo maestro. De lo que si estoy seguro es que no había nombres que empezaran con Y, y aquella minoría de niñas que compartían el aula eran delicadamente reservadas. Aparte de Nenita que nos acompañaba en el camino y a veces era como un muchacho más en el grupo, tirando piedras o trepando un árbol de mango para coger el fruto de su antojo.
Teníamos amistad con Miriam, Olga Lidia, Aurora e Isabelita, una gorda risueña que hablaba con todos, pero la más atractiva era Olga Lidia, quien de alguna manera fue la pretensión de casi todos los alumnos. Creo que Ecliserio fue visto con envidia, porque a pesar de su timidez, fue objeto de atracción para Olga, quien a la hora del recreo lo invitaba a su pupitre para dibujar. Juan Zacarías se iba con los otros muchachos al pequeño campo de pelota y trataba de ser bueno en el equipo, pero Juan Zacarías era el mejor , famoso por sus inesperados jonrones de zurdo.
El otro bueno era Bruceta que a penas se distinguía encima de un poderoso caballo blanco y a quien habían regañado varias veces por entrar al aula con sombrero. Lo hacía para presumir un excelente sombrero tejano. Enseguida observé en Ecliserio una evidente antipatía por el arrogante vaquerito y por instinto natural, el también era correspondido con ciertas miradas burlonas y odiosas.
Hasta que llegó el día que se encontraron completamente solos en uno de esos carriles entre dos campos de caña; Ecliserio estrenando un overol blanco de dril perro y una gorra del Almendares. Le iba al equipo por el símbolo que ostentaba el uniforme: un escorpión blanco sobre fondo azul. No llegó a ser un fanático de la pelota como la mayoría de sus compañeros, entre ellos Bruceta quien ahora estaba echándole el caballo encima como diciendo aja, así te quería coger. Entonces vi a Ecliserio agarrar una piedra, pálido y tembloroso. El vaquerito no esperó ni un segundo, se bajó de la bestia y le fue arriba, le quitó la piedra revolcándolo en el fango. Ahí lo tuvo con una llave puesta en el cuello. Ecliserio enrojecido lo escupía una y otra vez. Estaba inmovilizado. No podía defenderse de otra manera. Entonces entró Juan Zacarías en acción. Agarró al Bruceta por el cinto y lo alzó como un muñeco de trapo gritándole Oye, hijo de puta, ¿qué te traes con mi hermano? Hasta ahí llegó todo. Se sacudió un poco el fango, subió al caballo y salió como bola por tronera.

16
Una noche le prendieron fuego a los cañaverales de la Colonia 4. Ardieron enfurecidos y sin control. Ecliserio, Juan Zacarías y yo veíamos las llamaradas agitándose en el horizonte. Una densa nube de humo rojizo se acumulaba en el cielo. Se escuchaba un traqueteo lejano; las cañas estallando, escupiendo ramilletes luminosos que parecían luces de bengala. La gente del Batey se aglomeró junto al camino, mientras unos pocos macheteros se acercaron al siniestro tratando de dominar la situación. Ecliserio aterrado por aquel paisaje infernal, se metió a la casa con la sensación de que había sido un mal pensamiento suyo el causante de aquella tragedia.
No fue nada extraño que Ecliserio estuviera durante varias noches que soñando su casa devorada por el fuego y el escapándose volando o tirándose a un pozo, pero antes de tocar el fondo, se quedaba quieto como levitando -siempre me escapo de toda persecución, puedo sobrevolar la tierra es azul. Escuchaba unos tronidos lejanos y el aguacero que viene, que llega, las ráfagas, un huracán que lo despierta. Su madre lo ha cubierto con una sabana de manta limpia y seca-. Él se abría los ojos siempre entre dos luces, y se tiraba corriendo de la cama al plantón de romerillos. Ignoraba lo inmediato. Un concierto de cantos y clamores que provienen del campo, otros más quedos llegando de otros campos y de otros y otros. Lo que siguió después era más terrible aún; la austeridad de un tiempo muerto con miserables expectativas. Siempre que ocurría algo así, las ofertas de trabajo no eran muy buenas. Cortar la caña quemada era una tarea brutal. Los obreros entraban en la madrugada a los campos y salían al atardecer cubiertos de un tizne pegajoso como esos hombres que trabajan en las minas de carbón.

17
A menudo recordaba las clases de literatura; o mejor dicho, los comentarios del maestro Marco a la hora de la clase de; una asignatura denominada “lenguaje”. Porque una vez a Juan Zacarías se le ocurrió decir que su padre era un buen decimista. Entonces Marco definió la décima: es una combinación métrica de diez versos octosílabos que riman según el esquema abbaaccddc. Aunque en la estrofa que preferentemente se vierte la inspiración popular, no ha sido despreciada por los clásicos, desde calderón a Zorrilla, hasta nuestros días.
Me imagino que algo así debió haber dicho, pero a Ecliserio se le quedó en la mente lo de “Calderón” por un caldero grande que había en el patio de mi casa, y “Zorrilla” por el apodo ocurrente de su padre. Después comprendió que Hilario pensaba casi en versos octosílabos a tal extremo que un día le preguntaron si sabía quien era Don Cándido y el respondió tocando una guitarra pequeña de tres pares de cuerdas:
Desde que impuso la ley
Enterrar al que se muere
Conozco a Cándido Pérez
Con sombrero de yarey.
Eran los meses finales en la Colonia 4. Después de varias quemas de cañaverales, la gente que vivía por allí; macheteros permanentes, y jornaleros empezaron a buscar otras tierras a donde emigrar.
Don Benito, con algunas inquietudes económicas y políticas visitó en varias ocasiones el batey y habló con los pobladores de sus tierras. Había conseguido que Ecliserio continuara los estudios en Holguín, en un colegio religioso. Pero esta vez no le dieron el permiso para irse. Los planes eran inmediatos: frustrado por los fracasos y molesto por la idea de Don Benito de sembrar todo de caña, incluso eliminar las pequeñas hortalizas, Don Pancho decidió conseguir una casa en el cercano poblado de San Agustín.



18
Como un último intento de contentar a sus trabajadores, Don Benito no solo prometió construirles nuevas casas sino que, en calidad de senador habría de introducir ante el parlamento, un proyecto de reforma agraria que los beneficiara a todos. Se aproximaban las elecciones y él, postulado como representante en la provincia de Oriente por el Partido Liberal, se mostraba más generoso que de costumbre.
Hizo traer un circo, (uno de los tantos que recorrían la isla), con sus telones desteñidos y un elenco de personajes estrafalarios que armaron la carpa en una noche, ocupando un terreno en el batey. Para sorpresa de los chicos allí amaneció el circo Cuban Magian Show. Se establecieron por varios días, ofreciendo su espectáculo gratuito para los niños.
Los muchachos del batey se pasaban días enteros metidos debajo de la tienda de los artistas. Hicieron amistad con un joven que siempre traía un gorro de piel de oso, diciendo que era de origen húngaro Todos los días les prometía revelar los trucos del mago Percy, daba saltos y se paraba de cabeza, después tenía el descaro de bajarse su pantalón de payaso y enseñarles un pene jorobado y asqueroso. Los muchachos salían corriendo, riéndose.
Percy era el mago que los había deslumbrado con los artefactos de magia, extraídos de vistosos baúles. Los niños de la colonia nunca habían visto tantos inventos de madera, pañuelos de ceda y objetos plateados. Nada más de verlos así, en el cuarto del mago era para ellos un espectáculo inolvidable.
Juan Zacarías no era muy curioso con estas cosas; se pasaba todo el tiempo mirando un caimán que flotaba paciente en una caja de madera con agua, el reptil tan parecido al mapa de la Isla, se alimentaba de pequeños animales y carne putrefacta.
Ecliserio estaba encantado con las presentaciones de magia del mago Percy; a quien se atrevió enseñarle sus dibujos y unos cuadernos coloreados con flores silvestres. Muchas veces el mago lo elegía como ayudante en sus números de magia. Se hicieron buenos amigos. En los días siguientes lo llevaba de la mano a la tienda de su esposa, la adivina.

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Antes de que algunas familias abandonaran la colonia, un sacerdote que no recuerdo el nombre siendo el párroco de San Agustín, propuso celebrar unos bautizos colectivos aprovechando que la carpa del circo quedó abandonada por algún tiempo. Ecliserio no tenía muy clara la cuestión religiosa. Los vecinos, en su mayoría practicaban el espiritismo y algunos de sus parientes visitaban el templo en un lugar llamado Ojo de Agua. Era un caserón con piso de tierra donde cada viernes celebraban una sesión espiritual. El rito comenzaba con el coro de los médium formando un círculo acordonados alrededor de una cruz clavada en el piso. Yo no veía diferencia entre la actitud de los asistentes a esta ceremonia y los fieles de la iglesia. La madrina de Ecliserio era católica, pero rara vez la veían ir a la iglesia de San Agustín. Sin embargo, en una ocasión, se quedó sorprendido al verla revolcarse en el piso, posesa por un supuesto ser del más allá.



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Después de este inusitado evento, Ecliserio se presentó en la escuelita de La Palma para despedirse, aprovechando una fiesta de fin de curso, sus compañeros lo obligaron a recitar una décima que él mismo había escrito:
Me llevaron al bautizo
Me llevaron a la zanca
De una yegüita alazana
Me llevaron de mañana
Con mi ropa toda blanca
Y zapatos de badana
Todo el camino trotando
Y yo en esa grupa dura
Galopando arreguindado
Del moño de la montura.
Fue la última vez que vio a su maestro Marco y a casi todos sus compañeros. Bruceta sabía que Ecliserio ya no vendría más a la escuelita rural de la Palma y se portó amable. Olguita lo saludó de besos, y le confesó en secreto que se había comprometido con tal Barreda, un vecino cercano de su casa.



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Ese año el invierno se prolongó hasta finales de Marzo. Ya se habían instalado en una casa que Hilario alquiló en San Agustín, una casa típica del poblado; la mayoría eran de tabloncillo y piso de madera. En aquella casa con varios cuartos, su madre parecía sentirse a gusto. Aunque le resultaba algo incómodo porque Doña Beata, la dueña, se quedó a vivir en uno de los cuartos; era una anciana misteriosa y poco tratable. Ecliserio, como nos sucede a todos cuando recalamos a un lugar distinto, estaba comenzando una nueva vida, no una vida de ciudad semejante la que había disfrutado en Holguín, pero le gustaba San Agustín: nuevos amigos, las noches ya no se iluminaban con candiles de gas o lámparas de carburo y podían jugar alumbrados con electricidad. Tenían una panadería cercana, varias tiendas, una iglesia y eran al menos cosas que mediaban entre el campo de tierra adentro y la ciudad.
Para Marina no hubo mucho cambio. Se mantenía silenciosa, siempre amarrada a la cocina, a veces entretenida; a veces triste. Ecliserio y Juan Zacarías la vieron llorar en varias ocasiones, allí junto al fogón. Es como una añoranza que viene desde muy adentro. Reservada, serena. Es la misma al empezar y al terminar el año. Sin descanso. Preparando las comidas, probando la sopa con la punta de la cuchara – está buena de sal o le falta una pizca dice, colocando otra vez la tapa de la olla “lo que le da el punto a la sopa es el ajo, una comida sin ajo, no es comida y trajina hasta que llega la hora de servir.
Estrenaban una nueva casa justo cuando la Isla estrenaba un nuevo presidente. El Dr. Carlos Prío Socarrás. Como no había televisión, buscaban la Bohemia, la mayor proveedora de imágenes en aquella época. Durante algún tiempo las fotos del presidente Prío no dejaban de aparecer en la revista. Por aquel medio conocimos los más destacados personajes de la política y de la farándula, pero Ecliserio sentía mayor atracción por las tiras cómicas del Excélsior que llegaban a todos los rincones de Cuba.
Especialmente Ecliserio vivió una época dorada con el auge de las historietas, a tal punto que soñaba con llegar a ser un Walt Disney. Con estos impulsos consiguió trabajar en un puesto de revistas y logró reunir sesenta pesos para encargar el curso de dibujo animado por correspondencia. Cuando recibió el material de estudio a vuelta de correo daba saltos y más saltos de alegría. Era algo que se había ganado con su trabajo. El se encargaba de buscar en el correo los paquetes de prensa; el Diario de la Marina, El Mundo y el Excélsior. Venían perfectamente cubiertos con un papel blanco de muy buena calidad, eran rollos de varios metros y Ecliserio los compraba todos por cinco centavos. Inventó un televisor con una caja de cartón perforada en forma de ventana por donde pasaba el rollo de este material; no eran buenos dibujos pero sirvió para pasar momentos muy divertidos.
Aunque no se notaba nada espectacular como cambio en la familia, ellos podían entretenerse con un estilo de vida distinto al de la Colonia4. En aquellos tiempos, la escuela pública era un asunto importante dentro de las aspiraciones para el futuro de la comunidad, no obstante, era una ocupación que se podía alternar con los juegos juveniles, el esparcimiento y las tareas habituales.

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Siempre a la hora de irse a la cama se divertían inventando una historia, Ecliserio se quedaba embelesado, suspiraba con pleno deleite y luego le decía a su hermano: nadie más que tú eres parte de mi casa, aquí nos hemos acostumbrado a pasar largas jornadas de estrepitosa soledad. La familia ha crecido y esto se revierte. Siempre percibo la ausencia. Cuando el viento azota las puertas y ventanas, cuando la lluvia se filtra a través de las mallas metálicas y nos mantenemos en la calma absoluta, nada nos atemoriza. Aunque esta noche sea una noche densa, se distingue por esa consistencia sobre la misma noche pero sabemos diferenciarlas.
Marina va iluminando la casa paulatinamente. En su cuarto la luz amarilla del bombillo recorta las cosas con una textura de sueños. Cuando el aire mece la luz, la sombra hace la contrapartida de las formas y cimbran, se desprenden y bailan. Ecliserio contempla las paredes y en ellas fabrica un Juan Zacarías gigante, una mariposa, un lagarto, una fila de pájaros en una tendedera o prefieren meterse debajo de la sabana sentados los dos frente a frente para sostener la casa; como la tienda del árabe. A veces se acuestan boca arriba, uno al lado del otro y juegan a espigar su imberbe prominencia formando dos pequeñas carpas de circo.
Los abuelos le enseñaron a jugar a las sombras chinescas y el hace de su mano en la pared, la cabeza de un potrillo que muerde. Su silueta de perfil comiendo tus cabellos erizados. La luz se mueve tenuemente, se apaga.

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El sol del mediodía era insoportable dentro de la casa. Ecliserio armó una hamaca en el portal para dormir la siesta, arrullado por un aire enrarecido con los olores que vienen de las fondas vecinas. Recorría con su mirada detalladamente las vigas del techo, la rugosidad de las tablas debajo del tejado. Alzaba los brazos, moviéndolos de un lado a otro, meciéndose, impulsando la hamaca.
Mi casa esta haciéndose pequeña, o yo estoy creciendo. – Pensaba- La casa de uno debería crecer a la par con uno. Las manos de Ecliserio se habían estirado en pocos días. El mismo se observaba con asombro. Contemplaba su cuerpo, cuan longo, sus tetillas vistas en primer plano, tenían una notoria alteración, su protuberancia emergiendo de un pubis lampiño. Colocó sus manos entre los muslos, retomando como una herencia misteriosa de sus ancestros la posición fetal. El contacto de sus dedos lo intranquilizó. Su corazón latía aceleradamente. Se sentía armado para una batalla frente al vacío, pero regresaba a la línea; al punto de partida que lo había conectado con un sentimiento hermoso, quizás aterrador. Recordaba aquellos lapsos de libertad oculta, ese desquiciamiento de los animales que se devoran. El deshacerse y hacerse de la vida en el tiempo. Ecliserio buscó nuevos escondrijos. Era atraído por la potencia de los ríos cercanos. Se acostumbró a nadar en aguas más profundas. A desnudarse y competir contra las fuerzas arremolinadas de los causes, a luchar por la separación del amor y la belleza. El aislamiento de las formas en otra parte, en otro tiempo. La confrontación de los cuerpos en el agua.
Pero a veces la naturaleza en toda su magnificencia, pasa desapercibida para alguien en particular y la disuelve en un todo abismal. Ecliserio creía en la existencia de algunas percepciones subliminales atesoradas para un momento especial de su vida. O quizás hay valores que sólo se descubren con las exaltaciones en la soledad, a través de ese túnel inexplicable que le conduce al ser amado. El era capaz de evaporarse por varias horas en una suerte de burbuja mágica. Todo lo relacionado con la belleza, el erotismo y la sensualidad lo hacía vulnerables en una correlación de fuerzas entre violar y ser violado.


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Con el paso del tiempo, Juan Zacarías buscaba resguardarse. Vetar la posibilidad de ser visto. Ecliserio por el contrario, insistía en transgredir el impedimento. Verlo ya implicaba una violación. Como hacen algunas mujeres que buscan ser vistas al descuido por su amante. En el caso de Ecliserio, había experimentado un repentino caos que lo conducía al esplendor de su adolescencia, como si estuviera en una edad de máscaras y espejos. Se había encerrado en razones que aún le parecían ajenas y su corazón se debatía entre la caída y el deseo. Había emprendido un camino cuesta arriba y trataba de extinguir su pasado, lo veía como una tragedia de la que debía recuperarse. Permanecía de pie a un extremo de su propia cabaña. Exento, mirando por las hendiduras que se producen entre dos tablas; él también estaba detrás de aquella puerta, no se trataba de una exploración del abismo como en aquel pozo, era su propio espejo, ofreciendo una irracional independencia. Escuchaba el ruido del agua cayendo sobre la tersura de su piel, (la sentía), el sordo rose de una toalla, el golpe metálico de la hebilla, las pisadas lentas sobre el piso encharcado, la caída de un chorro como de orine sobre un recipiente. Hasta que abrió la puerta y salió al patio, era él mismo, en una terraza contigua y se observaba a distancia, entre los oscuros follajes a penas dibujados por una oculta claridad. Hacia la inmensidad se exaltaban las animaciones de los cocuyos arañando el cerrado contenedor de la noche.






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Ecliserio había dormido desde la tarde anterior. Abandonó su cama para que Juan Zacarías pudiera soñar a piernas sueltas. Ya se había acostumbrado a la arrulladora mecedera de su hamaca y los ruidos de una noche lluviosa que lo distrae oscilando bajo el golpear del agua sobre el tejado. No fue una ligera llovizna, un murmullo opaco, de agua que hierve sino lejanas formaciones de tempestades.
Después, sobre los cañaverales las precipitaciones continuaban alimentando la niebla y él mismo era absorbido por una bruma densa. Vientos arremolinados lo empujaban al origen, a la edad de la sombra. Ella está a sus espaldas. Eso que se presiente y produce un leve cosquilleo en el cuello. Madre grandiosa, siempre ahí en su pasado, como soporte de todos los misterios. La nostalgia de la casa ahora es el caos, la desnuda levitación. La escapatoria semejante al despegue de las hojas en arabesco, esquivando el pantano.
Juna Zacarías observó el vacio inmediato, el espacio que ocupaba Ecliserio era para él una venerable oquedad, un cerrado tejido abstracto, un envoltorio de sabanas simulando el cuerpo, presintiendo el vacío. Se paró despacio tarareando un canto, tratando de distraerse con su media voz mientras se metía dentro de unos pantalones anchos, introduciendo después la camisa. Se ajustó el cinto. Se puso el sombrero y salió.
La voz de Marina llegó con una resonancia quejumbrosa, casi de dolor hablando quien sabe cuantas cosas en contra de unos vecinos, al fondo de la casa quienes consentían los eufóricos gritos de sus hijos en un improvisado juego de pelota. Ecliserio se levantó de un salto, poniéndose las ropas en un dos por tres, disipando las marismas del sueño. Un sueño que no recordaría hasta mucho después, pero cuando Juan Zacarías le preguntó, él inventó que había soñado otras cosas, algo que le dio mucha risa. Su hermano le celebraría las gracias apretándolo contra su cuerpo, moviendo la cabeza para decir: cuantas cosas se le ocurren a este zorrillo mentiroso.

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A la hora de dormir había que cerrar las ventanas una por una, poniéndole un pasador en la parte más alta. Ecliserio sobre la máquina Singer y Juan Zacarías empujando, haciendo rodar el mueble, ya sin los herrajes. La maquina de coser fue perdiendo piezas con el tiempo quedando únicamente su función de mesa.
En la oscuridad de la habitación se repartía un penetrante olor de azucenas. No teníamos un jardín, pero Beata la dueña compraba todos los días un grueso ramo y lo ponía en la consola de los muertos. Nos acostumbramos a escuchar su prolongada sesión de rosarios.
Ecliserio insistía en sus meditaciones esperando una cierta claridad debajo de la sábana, un espacio donde acariciaba los recuerdos de la colonia, los cañaverales en verano ardiendo repentinamente, o en invierno florecidos en una agitación estrepitosa de güines. Los viajes imaginarios por los trillados jardines de la abuela, los espacios abiertos entre guardarrayas y carriles que lo conducían a la línea del tren, a la cual, por un raro instinto de conservación tenía la capacidad de agregar nuevas predilecciones: tu cuerpo es igual a un túnel de donde brotan enjambres de mariposas. Mi cuerpo es un pez volador, un barco, la armazón de una casa, Nenita es una sirena llena de collares, yo un diablito. Tú un calamar gigante, ella una estrella luminosa. Yo el amor. Y los tres volábamos a ninguna parte.
Era demasiado absurdo un sueño así para contarlo, sobre todo porque ni siquiera era un sueño. Era demasiado aburrido el vacio, la soledad, los constantes rumores. Por eso había que ponerle letra al silencio. La relación con ella era una representación teatral de la vida y las voces adultas.
En este caso la gente menuda que nos observa en las menudas invenciones, siempre se proyecta de un modo escrutador. No sabemos cuantas indagaciones puede generar un banal ensamblaje de ruedas, el acopio de latas para fabricar un molino de viento, la magnificación de un auto abandonado al que le hemos otorgado los atributos de un trasatlántico, el televisor de cartón mostrando una cinta con cientos de garabatos coloreados. Un enorme radio hecho con fondos de botellas de farmacia. La gente pasa, tropieza con los hilos que unen dos cajitas de talco, para ellos unos teléfonos maravillosos. Pasan y murmuran que para qué tantas boberías; mejor vallan a jugar a la pelota. Ecliserio echó a andar una maquinaria de defensa justo en el instante de la caída. Esto no debe suceder. Ni que fuéramos un espectáculo de circo. Mi casa debe mantenerse cerrada.


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El cielo de San Agustín se oscureció con unos nubarrones espesos. Enseguida el aguacero lo envolvió todo. Hilario no dejaba de tocar la guitarra improvisando octosílabos con una letanía majadera, insoportable. Sentado en su taburete de portal veía llover como esos animales que han pasado toda la vida en cautiverio. Juan Zacarías, Ecliserio y yo también nos sentíamos como enjaulados. Nos faltaba la paciencia de aquel desquiciado juglar y no hacíamos otra cosa que caminar de un lado a otro dando saltos del cuarto a la cocina; de la cocina al portal y regresábamos con cierta nostalgia a las cuatro paredes, azotadas por aquella maldición y Ecliserio cuando escampe me voy para la calle aunque pierda mi único par de mocasines. Y así fue.
Cuando San Pedro comenzó a despejar el cielo, recogiendo el reguero de nubes que se deshacían en un chin chin. Se impuso una serena tarde de domingo. Marina salió a contemplar las crecidas aguas del Chimbí. Era lo más parecido al mar. Las tierras bajas inundadas ofrecían una apariencia de espejo gigante y ella disfrutaba aquel regalo de Dios: una playa importada bajo los palmares no tiene precio para Marina una mujer que paradójicamente no conoce el mar. Ecliserio desapareció para explorar aquel mundo poblado de guacaicas y patos salvajes, se metió en el agua hasta las rodillas, riéndose a carcajada; he perdido mi par de mocasines.

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El laberinto musical que inhibe la violencia como una pequeña salvación para Hilario, tiene forma de guitarra y a veces ambivalente. Sonido y cosa se fusionan escapando hacía las vagas iluminaciones, solo entendibles en el acto de simbolizar el deletreo, el cuadro donde Ecliserio ha dibujado un pájaro gigante. Ella, la Gente, en un gran remolino de si; balbuceando canciones inacabadas. Ecliserio ha renunciado a toda posibilidad de representar la perspectiva. (Aun ignora esas pericias). Marina no soporta el quinchin baqui quiti taqui quichin baqui… dice que es como un millón de insectos zumbando mientras él, frente al doble espejo del agua convoca un atrás del atrás de la claridad de verlo viendo que tiene que ver con la semejanza y el continuo carcajeo. Se ríe y dice tun dara la la la la tun dara la la la. La Gente se superpone, se entrecruza, se destroza en medio de la estación vacilante y movediza de la Isla; de otra modo buscaría con afán la línea, una alternativa: Nenita con una corona de liras, invitándome a un baile contorsionándose como las odaliscas de Simbad y el tío profeta insistiendo que la libertad no es precisamente para los que aguardan frente a la bahía o en el mar oscilante, furioso bajo la vastedad. Aun esos pájaros del alba, difusos, plateados contra el cielo plata, ciegos revolotean ignorando toda chispa de magnificencia.

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Utilizando las últimas destrezas Ecliserio dibujaba a su abuelo, quería que se pareciera lo más posible, pero el retrato no llegó a representar a plenitud su figura, que para él era legendaria. Al retrato le faltaba un aura de bondad, desbordada desde el sillón donde permanecía sentado por largas horas. Ecliserio quería verlo como los hombres ilustres que aparecen en los libros, como esos retratos de ojos dulces que nos siguen con la mirada en los museos y parecen estar vivos, y uno se va, recordándolos por mucho tiempo.
Fueron los últimos días de su abuelo Pancho; unos meses después de su fallecimiento, Ecliserio sintió que el retrato no era tan malo. Sólo él sabía lo difícil que resultaba llevar al lienzo una vida como aquella. Pero de todos los instantes en que estuvieron juntos, el más perdurable, fue el día que permaneció posando hasta las últimas luces de una tarde de del mes de julio.




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Antes de que Ecliserio permaneciera definitivamente en Holguín, estábamos ya a finales de agosto y los días calurosos nos mantenían inmersos en una pereza vergonzosa. De no ser por las frecuentes caminatas al río, podíamos caer en el aburrimiento y la desesperación. La gente no se ocupaba de otra cosa que no fuera hablar del gobierno, aterrados por los casi siete años de dictadura de Fulgencio Batista, quien había aprovechado el vacío de poder existente en la isla. Carlos Prio, su antecesor, facilitó un golpe de Estado.
En San Agustín, como en el resto de la Isla, la crisis se agudiza cuando los comerciantes, obstaculizados por una serie de sabotajes, asesinatos y actos vandálicos, se veían impedidos para gestionar los abastos. Para nosotros la vida transcurría aparentemente normal, aunque detrás del telón de fondo se desencadenaba una guerra sangrienta entre los que querían mantenerse en el poder y los que trataban de tomar por asalto ese poder. Todo terminó con la euforia de un cambio en la Isla: el triunfo de la revolución.
Nosotros seguíamos navegando en una corriente fronteriza; no podíamos hablar de beneficio personal alguno. Para nuestra familia todo estaba en el mismo lugar. De un lado de la línea, quedó mucha gente en la ruina, o condenada a un destierro fortuito; y del otro lado dos grupos: los oportunistas y los desafortunados de siempre. Nosotros estábamos en el último grupo. Ecliserio intuyó desde muy joven no rendir lealtad a ninguna tendencia o ideología. En definitiva todos eran como la gente y el no se consideraba parte de ellos. No se trataba de una razón filosófica o religiosa: más bien un sentimiento de rebeldía propio de su edad. Un anarquismo ingenuo.
El mundo que Ecliserio conocía hasta aquel momento, le parecía una escena en la que se representan apariencias engañosas, donde cada espectador acepta las razones no por sus valores en si, sino por el nivel de poder de donde proceden, como si las cosas familiares aunque milagrosas ya no iluminaran a nadie.
Aunque la religión no lo iluminó, logró seducirlo. No creo haya sido por motivos de fe; la forma en que fue conquistado para una congragación evangélica me da a entender la razón primordial de su conversión; siempre fue receptivo a los fenómenos estéticos y en aquel ascenso del espíritu, seguramente estaba la caída.

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Juan Zacarías dejó de hablarle por un tiempo, sentía que ya no eran muy afines, pero esto no ocurrió fortuitamente; a Juan Zacarías le dio por hablar demasiado de política, mientras que él, que siempre había sido una persona de pocas palabras, se limitaba a la mística contemplación. Como el demiurgo en su ritual, se convirtió en un apasionado amigo de los valores artísticos. Llegó a pensar que tanta belleza no podía ser de este mundo tan violento y tenía la sensibilidad y la paciencia para observar un rostro, un perfil, masculino o femenino durante varias horas, días enteros, fijar su foco de atención en los labios que cantan, las gargantas juveniles del coro vocal, las luminosas manos de la pianista, los cabellos plateados del superintendente, mientras predica un aburrido sermón. El poder persuasivo de Adib Edén, un misionero en campaña que había llenado el templo en pocos días.
Ecliserio conoció mujeres de diferentes edades muchas de ellas lo adoptaban temporalmente y se entrenaba en las suspicacias de las relaciones con el sexo opuesto. Seguía a ciegas los consejos de una austera feligresa que tenía amplios dotes de celestina. Fue ella la que puso en su camino una esposa ideal. El no la conocía bien, más bien no sabía que era conocer a una mujer desde el punto de vista anímico, y jugó a la felicidad, buscando la tranquilidad y la aprobación total de los clérigos, pero aquella relación se deshizo en poco tiempo.

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A Juan Zacarías, no hubo quien lo sacara del campo, no tardó en involucrarse con agricultores y ganaderos, dueños de un vasto territorio hasta que la ley de reforma agraria entró en vigor () la intervención de fincas y pequeñas haciendas lo convirtieron en un hombre de a caballo, alejándose cada vez más de Ecliserio, su hermano con el que había compartido una niñez alegre y controvertida. Sin embargo, ahora mostraba con naturalidad un notorio desamor por la casa materna. Dejó de ser un hijo devoto, ausente a veces por motivos de trabajo, otras veces por diversión, a tal extremo que fue tildado de indolente, en particular con Marina, su madre. Tal vez no tenían muchas cosas en común salvo ese amor desmedido por los animales, pero aun así, pasaba mucho tiempo sin venir a la casa, asomarse y decir hola mamá cómo estás. Ecliserio también se alejó, nunca tuvo mucho de qué hablar con su madre, eran días en que ya nada especial los identificaba. A fin de cuentas, parece que la diferencia de criterios los distanciaba.
Juan Zacarías asumió definitivamente el lado comprometido de la familia, dando pasos precisos de lealtad al proceso revolucionario y lo hacía con acciones visibles; actos de heroicidad política y laboral, como ocurrió en la famosa zafra de los años setenta y la recogida de café en las montañas del oriente de la Isla. Fueron desafíos que lo hicieron diestro para luchar en condiciones adversas, sobre todo en el nuevo orden de productividad. Se distanció de las ocurrencias absurdas en aquel mundo de observaciones estéticas que compartía con Ecliserio, salvo en algún momento de curiosidad, cuando acudía a lo poco que le quedaba de su hermano, para dibujar una casa, o los contornos de sus animales favoritos.

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Cuando Ecliserio venía de ocasión a su pueblo natal, era como encontrarse con su otro yo. Las charlas con Marina eran rápidas y no había esa euforia o celebración por el que llega de afuera. Estos poblados de tierra adentro se parecen a una isla porque sus habitantes festejan la presencia de los que la visitan después de algún tiempo de separación. Pero, para Ecliserio, incluso para Juan Zacarías, con la partida de los abuelos se había ido también gran parte del calor familiar.
La casa tenía aún el cariño de los animales mansos, de cuya ternura y euforia disfrutábamos. Había dos perros labradores: Palomo y Bruno. Los hermosos canes sabían recibirnos con un afecto desprovisto de prejuicios sociales o fobias repentinas. Eran para Juan Zacarías, fieles compañeros de caza, una época que habíamos fijado en lo que llamamos el otoño, cuando el temporal dice aquí estoy. Esa lluvia a intervalos que dejan los ciclones era propicia para salir de cacería, una oportunidad para encontrarnos, unas vacaciones en la que buscábamos los mejores lugares, los remansos de las gallinas salvajes o guineas, que a penas pueden volar con su plumaje calado por el agua. Palomo y Bruno salían en su búsqueda y las atrapaban embrolladas en la yerba, poniendo a nuestros pies las presas aun vivas.



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Holguín recibió a Ecliserio en una época de constantes migraciones: del campo a la ciudad; de un pueblo pequeño a una ciudad mayor; de una ciudad a otra, de monte adentro a la capital y finalmente, los que abandonaban el país.
A Ecliserio le tocó vivir en una iglesia; según un verso de la Biblia, si se interpreta literalmente la iglesia significa “el cuerpo de Cristo”. Que curioso, decía: - yo que me considero mi propia casa, ahora vivo en el cuerpo de Cristo, una casa que servía de hogar a unos pocos estudiantes, anexa al templo con varios cuartos de madera, colindante por un lado con una construcción moderna donde vivía un ministro recién ordenado como presbítero. Aquí tuvo oportunidad de entrar en trato inmediatamente con los amigos del canónigo quien le concedió frecuentar un espacio prestigiado a pocas personas en la ciudad: la biblioteca de un misionero norteamericano de apellido Evans y lo recuerda como uno de los lugares en el que su mente, cada tarde se abría más en comunicación con hombres cultos.
Frecuentó también la casa del Dr. Castañeda que poseía un amplio caudal de objetos y documentos. Pepito como le llamaban, no solo había escrito varios libros y una extensa monografía sobre la municipalidad holguinera; era también un hombre rico en colecciones de medallas, cuchillos turcos, dagas japonesas, objetos de piedra, conchas y algunas rarezas chinas.
En esos días contactó con Urbino, a quien ya conocía de vista y había comentado se parecía a Lenin. No tardó en llegar a la conclusión de que era un excelente poeta y de alguna manera le mostró nuevos caminos de la literatura. Su casa fue uno de sus lugares favoritos, a donde venía con frecuencia a tomar el te, y escucharlo comentar libros. Todo allí tenía un sabor especial bajo la sobria luz del puntal morisco de su casa, además, ofrecía la humedad de un aljibe cubierto de helechos y un enorme cactus que florecía una vez al año una sola noche sólo unos minutos.
Urbino trabajaba como corrector de estilo en el periódico local de la ciudad. Fue por mucho tiempo un amigo con el que podía pasar horas conversando; Aquello era un lujo, porque sus compañeros clérigos estaban exageradamente inmersos en “la palabra de Dios” y con ellos era difícil evadir la teología. Sin embargo, podía hablar con Urbino de infinidad de libros, incluyendo la Biblia.
Una tarde al salir del Gabinete del Dr. Castañeda, se encontró a Urbino acompañado por hombre joven, evidentemente extranjero. Era una época de notable afluencia de rusos, en su mayoría del servicio militar. Ecliserio los había observado con curiosidad, lamentando no saber su idioma. Se sorprendió al escuchar a Urbino hablar correctamente en ruso con el joven, a quien llamó Grishka, (un diminutivo de Gregorio) se mostro amable y carismático. Ese mismo día comenzó a estudiar el complicado alfabeto ruso con la ayuda de Urbino.
A partir de entonces fueron frecuentes sus encuentros en la calle con alegres muchachos de la Unión Soviética, tratando de no ser visto por los clérigos. No quería resultar sospechoso para los miembros de la iglesia, en su mayoría recalcitrantes enemigos del comunismo. El resto de la gente que no veía con buenos ojos la presencia de los soldados rusos en las calles, se les hacía raro verlo interesado en intercambiar palabras con ellos.
En varias ocasiones vimos escenas de desprecio por los soldados rusos, criticaban a hombres y mujeres, hacían gestos de rechazo a sus olores fuertes, su complexión robusta, sus cabellos rubios. Algunos de ellos, errando el tiro, tocaban en las casas deliberadamente buscando una mujer para acostarse.
Ecliserio había ampliado su itinerario en la ciudad: la iglesia, la biblioteca de Mr. Evans, el Gabinete del Dr. Castañeda, la casa de Urbino y el imprevisto encuentro con aquellos representantes del paraíso bolchevique que él consideraba un contacto oportuno con la cultura rusa. Quedó atrapado en la ciudad, satisfecho de las ofertas sesentianas. No sólo la Academia de Bellas Artes abriéndole nuevas ventanas al universo del saber, a las confrontaciones estéticas, también la posibilidad de ser receptor de otros lenguajes en un proceso de aceptación o rechazo de los discursos doctos, o un arte de procedencia callejera impulsado por jóvenes teatreros, buscando interactuar en ambientes dominados por una suerte de embriaguez creativa.
La gente deambulaba a toda hora excitada. A veces por un diálogo prolongado y ameno, otras por el roce violento, la susceptibilidad ideológica a flor de piel en ciertos elementos, que transcurrían casi pernoctantes a la entrada de los cines y las cafeterías, siempre a la caza de nuevos relaciones, aunque ajenos a la literatura y el arte, se acercaban con algunos libros de moda.

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Cuando ella regresó a la puerta del templo, quien sabe por cual orden de veces, lo encontró y el le dijo pasa y reanudaron el diálogo iniciado la semana anterior en un tropiezo casual. Ambos consideraron diferentes expectativas: ella, tal vez por la obsesión de lo que, de alguna manera se niega; el, la alternativa inmediata, la búsqueda de placeres poco experimentados, el juego a ser el otro en una edad donde no se descartan la belleza y el erotismo. Incluso la posibilidad de procreación. Quien sabe, todo obedece a un orden inexplicable donde no interviene con legitimidad aquello que nos une, que comúnmente llamamos afinidad. Pero esto último quedó en segundo plano. Ella vino y se quedó. Jugaron a una felicidad efímera, pero comprometida hasta un punto en el que ya no tenían nada que ofrecer el uno al otro. Habían sido creadores de un esquema dentro del cual intentaban mantener un convincente proyecto de familia.
Después de muchas divagaciones, Ecliserio decidió no contarle a Ella exactamente lo que había soñado pero ella lo miró con un gesto de sabelotodo y pronunció una frase que al parecer no venía al caso diciendo que cuando yo dejo atrás algo es para siempre y en ello estaba implícito una negación de sí, de todo lo destruido y construido de su vida. Hubo un espacio silencioso. Un caos momentáneo antes de que se distanciaran por largas horas, antes de marcharse.
El parque central de la ciudad amaneció emblanquecido por las lluvias del día anterior, la gente empapada estuvo arroyando su carnaval de fin de semana, a Ecliserio se le notaba un brillo en la piel como de recién bañado. Transpiraba una frescura de rio, emanaciones florales en el cuerpo de un nadador de monte adentro. Se le veía descansado, a pesar de tantos días de celebración. No lo veía quejarse por la resaca del vino y las cervezas en vasos de cartón desbordándose de mano en mano, de boca en boca.
Un charco sirve de espejo al pie de la estatua de Calixto García, héroe holguinero de la Guerra de Independencia. En tanto unos adolescentes cubren el respaldo del banco que mira la fachada del teatro. Esta vez Ecliserio no se detiene, aunque lo han llamado. Lo llaman, con gritos y señales no voltea a verlos. Cruza la calle. Mira de reojo y se aleja hacia el teatro. Anduvo con suerte. Ha conseguido una entrada para el ángel negro de Polonia en su última presentación.
Al siguiente día, aunque a la gente le pareciera un acto de locura Ecliserio salió a la calle con unos pantalones de mezclilla tiesos de tantos colores escurriéndose unos sobre otros; estrenaba además unas sandalias con suelas de neumático. Esto le pareció genial a un joven teatrero que ya venía a su encuentro con unos papeles escritos a mano, decidido a que alguien se siente en un banco del parque y le escuche siéntate mi buen Vladimir, nunca me resistiría a escuchar un poeta y algo de eso he notado en ti. El no se llamaba Vladimir, todos sabíamos quien era él por sus audaces presentaciones callejeras, un día con traje de León, otro haciendo de abejita o conejo, pero la gente lo conocía de cuando se pasó durante un año representando a al vagabundo de “Esperando a Godot”. No me senté. Me acosté a todo lo largo en el banco, a escucharlo:
“Todo encapsulamiento presiente un algo vivo como el fósil en su perpetuidad puede dialogar con los silbos del viento las evaporaciones verde-agua del fondo y un rostro descubierto en el crecimiento de los interminables mapas y del salitre lila de una torre la mirada de ella le ofrece un algo generoso o por el contrario se ha vuelto fuego incandescente lava represa inútil puentes banales tendederas oscilaciones de los troncos el rio puede ser también una serpiente o cierta continuidad de piedras que lo sugieren no son piedras usuales procesadas en tus manos oh, creador amoroso magnificando los objetos vivos o embalsamados como si estuviesen vivos sugerencias maquilladas efímeras en su hábitat la mano del maestro incapaz de ponderar en las oscuras representaciones ahora es firme ante el rito pomposo el juego de las apariciones eclosiones aperturas alguien evoca un canto ¿un llanto? una fuga vibrando en la garganta del violín toda magnitud es paisaje y es pupila fiesta de contrastes he aquí maestro el objeto de mi devoción tus manos como árboles entretejidos entretejiendo el infinito la claridad la nada esa es la carta que promete una extensa navegación el pacto tenebroso al otro lado de las cortinas de ceda amarillas promesas nos echan a la mar y arrastramos ese pavor que nos hace perder el acento olvidar la sintaxis de un lado el sueño a un costado la delgada línea surcando la bahía del fondo el rostro descubierto”
A mitad de la noche Ecliserio en pocas palabras ayudó a concluir el encuentro. Se despidió prometiendo verse al día siguiente, en el mismo lugar. Había sido una jornada novedosa, distanciada de los temas acostumbrados con los clérigos. Pocas veces le amanecía en la calle, más por guardar la forma con los estudiantes, que seguían al pie de la letra los dogmas de la iglesia, aspiraban a ser buenos pastores, aunque jóvenes aún, eran diestros en el uso de la palabra orientadora y en algunos casos, en llamar al arrepentimiento, de modo que cuando Ecliserio abrió la puerta, junto a su cuarto se encontró a un austero siervo de Dios: Emmanuel, estudiante intachable, consagrado y le dice hermano, me acompañas, vamos a orar y allá fueron y se arrodillaron junto a la cama. Él joven clérigo estudiaba en el seminario de teología y estaba de paso por la iglesia de Holguín, impartía una conferencia acerca de las cartas de San Pablo a los Romanos, sin embargo, Ecliserio en ese ir y venir de un asunto a otro, trató de entender aquella inusitada actitud de Emmanuel. Sentía un estremecimiento que no acertaba a ubicar. Pensó en las cosas que pueden suceder en el cuerpo de Cristo, tomando el templo literalmente como tal. Emmanuel tomó las manos de Ecliserio, el otro las sintió como unas manos posesas y frías, las apretó con fuerza mientras invocaba con voz enardecida el favor y la misericordia del Señor, más no pudiendo escapar a las insinuaciones de la carne, el clérigo había trasgredido la severidad de sus principios, navegando a la deriva, sucumbiendo ante la inherente sensualidad del joven Ecliserio, transformando el teatro de la religión en su verdad, desnudándose. Un cuerpo conduciendo al otro a lo primordial de sus deseos: Ecliserio vio en un lapso de su memoria: la línea. Y se preguntó: ¿Será el deseo tan perdurable como la propia eternidad?
Estaba sitiado. Toda la madera eclesiástica parecía arder, desplomarse, deshacerse en un implacable tornado, y a punto de rendirse, entregarse a ella o a la gente, recordaba los valores que existen en la casa de uno cuando los ladrillos que la componen se mantienen unidos. Solo en su interior podremos preservar la heredad, solo allí existe el verdadero refugio de nuestras razones.
Entre la multitud crece un ejército cada vez mayor y fácilmente puede estallar una guerra contra el vacío. Ecliserio no abrió las puertas de su casa, su espacio verdadero. No, definitivamente no era cuestión de ascetismo; no estaba preparado para ese tipo de encuentro. Sabía que esos instantes se desvanecerían, de la misma manera que se digiere la más grosera de las comidas en un banquete, y prefería otro tipo de relación más parecida al vino. Conocía los riesgos de mantener una embriaguez duradera con cierta persona especial, porque de esta experiencia, siempre le quedarían agradables recuerdos.

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Ella, la poeta llegó primero sola. Formaba parte de su propia devastación. Después llegó con su amante. Resplandecieron sobre el caos y transgrediendo los horarios habituales, hubo un insólito tañir de campanas. Algo espectacular. Ecliserio se sorprendió de verlos a mitad de escaleras y supo que nada inmundo había en aquella escena. Consideraba que todo era limpio. Era la cultura que los rodeaba.
Fueron tiempos de gran afluencia de poetas, pintores, teatristas, músicos que no se iban de la ciudad sin antes pasar por aquel piso de madera convertido en una buhardilla de bohemios.

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El templo abría sus puertas y no conseguía una sola alma para el culto. Muy pocas personas se arriesgaban a poner en evidencia la fe que profesaban. La congregación, que según las Sagradas Escrituras, era el verdadero cuerpo de Cristo, se fue ausentando. Ecliserio vivía un sobresalto. La ciudad que había sido su refugio contra los horrores errantes del no saber a donde, empezó a comprometerlo. No había aprendido muchas cosas y ante aquella realidad tampoco quería conocerlas. Llenó las paredes de su cuarto con unos cuadros crepitantes, que mucho alentaron al pintor alienado en la búsqueda de cuerdas afines. Sus propias razones. Pero en nada lo beneficiaron. Por el lado político y religioso no es precisamente lo que él quería, sin embargo, para la cultura oficial su pintura era una forma de diversionismo ideológico, para los clérigos eran cosas de Satanás.

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En aquel año al que la mayoría de los intelectuales llamaron “el de la cacería de brujas” contra activistas religiosos, ya fueran católicos o protestantes; artistas con propuestas contemporáneas, cuyo lenguaje era tildado de antisocial y dentro de estos grupos, los ya marginados por sus preferencias sexuales, incluidos en una lista para el reclutamiento de “vagos”, por el simple hecho de no integrarse al proceso de la revolución, donde se había definido un principio declarado por su máximo líder Fidel Castro: “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho” aunque el derecho a las expresiones artísticas podían estar en tela de juicio literalmente por no corresponder a un nacionalismo apologético de la Gesta Heroica. Fueron juzgados con otros grupos y concentrados en un campo de trabajo en la provincia de Camagüey, bajo el nombre de Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP)

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Ecliserio abandonó la Academia de Pintura, la ciudad y los vínculos con la iglesia. Más que todo por problemas económicos regresó temporalmente a San Agustín, su pueblo de origen, donde no se veían cambios favorables. Al contrario. Sus pobladores de antaño comentaban (en bajita voz por supuesto), el estado de abandono a que estaba sometida aquella comunidad, siempre en desventaja con relación a otros poblados del país.
La mayoría de los jóvenes con inquietudes intelectuales, no tenían muchas posibilidades de dar o recibir aportes en la cultura, Ecliserio estaba en una encrucijada, finalmente si se quedaba en el pueblo, estaría obligado a trabajar en el campo o servir con sus habilidades técnicas a los medios de propaganda política. Por otro lado, se colocaba en el blanco de los aparatos policiales de la localidad. Las leyes dictadas por el sistema imperante, daban un amplio margen a la estulticia de individuos enardecidos, capaces de violar cualquier derecho. Tenían suficiente poder para abrirles a priori un expediente de peligrosidad sin previas averiguaciones, así nada más, porque lo digo yo.
No era el caso de Ecliserio quien buscaba con otros salir, encontrar una ocupación inmediata y favorable para su futuro, una tregua de emergencia y luego continuar en la Academia de Pintura. Su salida no era la salida; Emigrar no figuraba en sus planes a corto o a largo plazo. No se consideraba desleal con algo a lo que nunca había jurado lealtad, y sabía que esta actitud no se toleraba dentro del sistema. Pero aun así, para el resultaba más relajado ignorar las provocaciones incisivas de la gente. Llevársela tranquilo. En definitiva, ahí estaban los carnavales, los conocidos a propósito de una fiesta o un viaje a la playa, jóvenes que fueron más íntimos con el rose cotidiano, con eso de vernos en el parque y traficar con banales coqueterías. De aquellos encuentros salieron buenos amigos y se dio a conocer también un enemigo, del que no hablaré mucho. A fin de cuenta fue un personaje complejo y divertido que se aparecía en el grupo imitando a Francy Natra.

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Enseguida Ecliserio pensó en la Habana. Irse. Allá contaba con algunos amigos, muchos de ellos habitando pequeños cuartos en la parte más vieja de la ciudad donde la mayoría de los edificios daban la apariencia de estar a punto de derrumbarse. En años anteriores se había hospedado con Elvira, su amiga de varios años quien alquilaba un cuarto en la calle Reyna. Ha pesar de la estrechez en que vivía, era una persona hospitalaria y desenfadada con la que siempre se había sentido a gusto. Se la pasaba todo el tiempo contándole las historias de su ex marido asegurándole que tenía un amante.
En otras ocasiones se instalaba en la casa hogar de los clérigos, en el Vedado, donde disfrutaba una confortable seguridad, pero la dureza ya conocida, le resultaba un precio demasiado alto. Era un lugar donde todo estaba vedado. Ecliserio había rechazado la sombra de los claustros, los seminarios y todo aquello que pudiese tener alguna semejanza con ellos.
Muy pocas veces acudió a un servicio de Hotel, lugares que le parecían reservados para una luna de miel o para los funcionarios y empleados que viajaban por asuntos de trabajo.
Pasó una temporada con un amigo practicante de yoga que tenía una barbacoa en la calle Gervasio. Podía mirar el poniente por una persianilla, que permanecía mucho tiempo cerrada porque era preferible soportar el calor, a los fétidos olores que soplaban de un terreno contiguo. Pero era la Habana y valía la pena deambular por aquella arquitectura desolada y hermosa. El muelle luz, poblado de enormes barcos soviéticos que daban la impresión de estar perpetuamente encallados. Meterse en los pequeños cafés animados con prostitutas disfrazadas de trabajadoras de la cultura, pintores, músicos poetas y locos.

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Ecliserio abandonó los implementos de pesca. No fueron horas sino días los que pasó junto al malecón, arrastrando escombros, puertas coloniales despintadas por el salitre, herrajes antiguos. Armó una exposición de ensamblajes durante la noche y antes del amanecer las olas lo deshicieron todo. No había enloquecido. Al contrario. Cuando contemplaba las monumentales ruinas; que eran como la piel de la Habana, devastada por el viento y un salitre perpetuo, le parecía una representación intemporal de la memoria semejante a un teatro, mostrando momentos de la historia, añejos y recientes.



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Ella, la que me observa desde esas ruinas, sigue estremeciendo mi casa desde adentro y aún allá, desde afuera cuando la isla permanece lejana y ya no le pertenece. Recorre cada rincón de su casa haciendo un todo inexplicable. Luna no se cansa de repetir que todavía él no la conoce, pero no solo la conoció. En muy poco tiempo, comprendió cuánto la había padecido. Durante muchos años le ha dado amor a su manera, luchando contra el odio que se instalaba en ellos de repente, como un último recurso.
Una rabia insostenible o simplemente el deseo de que las cosas fueran diferentes lo hacían incursionar en el mundo de la poesía, y él quiere que se note esto, al escribir:
Luna porque te descubrí en el menguante
Luna por esa apariencia de joya engastada en el cielo
Luna circunscrita a las fuerzas de la ingravidez
Luna en territorios ajenos,
metiendo tu perfil en el día.
Distante, cercana en apariencia
Luz,
Sombra,
Rostro
Gestación
Luna en las variantes del tiempo
Luna generosa
Si en tu lado claro engendramos un pez
¿Cómo alejarte entonces de los poetas,
de sus lugares comunes?
Persiste como la escritura.
Tu escritura de tramas y urdimbres
Un tapiz con tus propios hilos
Haciendo una enorme telar.
Trampa de la astuta hilandera.
Tu lado oscuro es lo que ignoro
mientras repasas las estrellas
leyendo en el vacío de los destinos
Luna.

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Luna persiste en las horas de encuentros y desencuentros y es la voz de antaño contra el silencio. En las grandes escalas, la memoria ignora, desenfoca, pierde.
Ecliserio ha conocido algunas mujeres claves en su vida desde el principio y una va recordando por algún motivo a la otra. Nuca nada es igual ni es para siempre, por eso Luna le recuerda a Lina, una chica de la escuela pública de San Agustín; no la recuerda por su parecido físico, sino por esa manera de hablar in crescendo capaz de replegar un auditorio contra la pared.
También le recordaba a Linoshka, una amiga rusa que conoció en San Petersburgo, por ese amor exagerado hacía los felinos, diciendo que eran mejores que los seres humanos, aunque metieran su hocico en la tasa de leche o clavaran sus garras en los muslos de su ama.
Linoshka le escribía con frecuencia. Eran unas cartas largas, llenas de frases, cómicas y cósmicas. Tenía planes de venir a México para trabajar en su tesis de astrología. Pero Ecliserio perdió todas sus cartas y no tuvo más noticias de ella.

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Ecliserio logró sobrevivir a la intemperie, a toda actitud irracional. A lo absurdo. Esos mensajes hostiles que le llegaban por telegrama diciendo que no trates con ladronzuelos y el en ese momento, mágicamente invitado a la terraza del Hotel Nacional con uno de los más audaces amigos holguineros, diciéndole que le recordaba a una recién desaparecida estrella de cine y los dos sabían de quien se trataba. Como duele ese aire frío, la desolación de verlo distante, al otro lado de la mesa, seguramente en su lugar favorito. Fue una tarde bohemia, de vinos e historias guardadas en el pasado. Ahora solo queda el adiós, no sin antes decir que sigue siendo hermoso aunque destroce a media humanidad con sus locuras. Tuvieron casi todo un domingo para reírse hasta de las cosas más simples aspirando el intenso olor del mar. Antes era una peligrosa provocación, una revelación, un enigma para los sigilosos devastadores de lo sublime. Pero Ecliserio prefería la distancia y el diálogo con tal de conseguir un ascenso en el vasto ejército de sus acechadores. Toda la tarde inalterablemente el mismo, el de los juegos con signos y antiguas cartas, miniaturas y piedras de ágata envueltas en un pañuelo chino. Y como si se tratara de algo reciente, le recordaste la obsesión por escuchar todo el tiempo un casete de Led Zeppelín, hacer muchas copias y una especial como regalo de cumpleaños.
Seguramente, el estaba en otra sintonía; el que llega sigue siendo un antiguo pescador de ilusiones y yo lo sé: aunque mañana se esfume en un pasado ligero, a donde no quedan detalles que reclamar, el ha sido un espléndido anfitrión y quiere demostrarle que está espectacularmente bien. Eso es lo que le regala desde ese azotado perfil de la Habana, ahora le pertenece y es como esa casa de uno que tú ponderas y añoras en el ocaso.
Ecliserio se lleva en ese atardecer, su palidez y una mirada llena de suspicacia que se esconde bajo una capa de novicio franciscano. El no quiere lastimarte. Es devoción sobre tu piel madura y puede acariciarte con el mismo descuido que consiente al gato ocasional, digo, oportuno en sus desquiciados ronroneos. Se despide con un adiós egregio amigo, sabes, yo también te amo.

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Ecliserio vivía entre Holguín y la Habana. Por una u otra causa regresaba finalmente a la ciudad de los parques, al rincón de madera eclesiástica donde continuaba instalado, presumiendo una buhardilla con su cama de errante, siempre esperándolo, a un costado de la Iglesia donde llegaban Coco Salas, Sofía, Garcés, Reinaldo, Julio el ceramista, Lourdes, Alejandro, Russell y algún pintor capitalino que andaba de paso.
Las esculturas de Coco sorprendieron a Ecliserio, quien paso inmerso varios días en una importante reflexión. Fue el motivo para investigar acerca de la obra de Tinguely.
Mientras esperaba la alternativa de una beca para un Instituto Politécnico en la Habana, Ecliserio experimentó nuevas pasiones, muchas veces asociadas a un prolongado período de enajenamiento creativo, una manera de evitar el círculo vicioso de la vida en los pequeños pueblos. No era una persona ajena, independiente de su pasado en la Colonia 4, con una edad que para muchos ya es el final de la adolescencia, para él a penas comenzaba. Con la certidumbre de haber vivido una vida espiritual intensa, se sabía poseedor de sutilezas para aceptar o evadir una responsabilidad, aunque su defecto estaba implícito en que para él, lo sentimental estaba por encima de lo racional.

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En San Agustín vivíamos como en una isla dentro de la Isla. Los días se repetían en secuencia, en sucesos idénticos como en el plató de un rodaje cinematográfico; a la misma hora entra el primer camión, pasa un hombre a caballo que vende leche del campo, el párroco reúne un reducido grupo de fieles, los estudiantes comienzan a poblar la entrada de la escuela primaria. Suena un timbre y todos desaparecen en el interior del edificio; suena un timbre y salen a los lugares de siempre, a las casas donde venden granizados, cigarros o alguna fritura. En las esquinas principales grupos de viciosos hacen la rutina: a un lado los que beben ron barato, en otros los que juegan dominó o hacen cuentos, las parejas celebrándose en los mismos rincones. El alboroto. La gente habla como en los periódicos y tienen un acento de discurso, de lectura de tabaquería. Es un cuchicheo sin tregua; al atardecer se acrecientan los rumores de fiesta.

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Ecliserio sale en busca de sus amigos. Los más afines, los que trafican en las calles con sonrisas. Ellos también vienen a su encuentro en la pequeña avenida que sirve de itinerario. Escuchan al que ha estado al tanto de las noticias por onda corta, hablan de la niña más hermosa del pueblo, que si tiene novio o si saluda con guiños al vecino de la pastelería, el que se cree muy galán con esos perfumes rechinantes que usa. Ecliserio no dice nada porque sabe que ese muchacho que se cree galán es su mejor amigo. Al contrario, dice que también es amigo de su novia, Estela, una quise añera rubia que conoció en Holguín. Es realmente hermosa y le sonríe con ternura en los bailes donde pasa toda la noche con el, mientras la otra chica adolescente, finge no verlo aunque esconda un sentimiento amoroso desde su infancia.
Una de aquellas noches llegó al parquecito, un muchacho de a penas 16 años, hijo de una viuda emparentada con Marco, el que había sido maestro de Ecliserio. Ubaldo contaba la tragedia de cómo había perdido a su padre hacía a penas unas semanas en un accidente automovilístico, pero se le veía sereno y como todo adolescente alegre y exaltado. Tal vez era una manera de salir de su tristeza.
Ecliserio no se imaginó que Jaso siendo el más inmaduro del grupo llegaría a ser una persona importante en su vida. Le tomó afecto enseguida, entre todos siempre el más cercano, quería que lo escuchasen por tiempo indefinido y así desahogar sus conflictos familiares y amorosos.



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Antes de que su alma disonante cambiara el curso de muchas de sus locuras, Ecliserio hizo un viaje a la Habana y no pudo evitar el encuentro con el poeta Delfín. Se fueron por todo San Rafael hasta el Hotel Montserrat, para visitar a Reinaldo Arenas. No habló de literatura ni de política, bueno de política dijo que estaba viviendo a te y huevo duro, algo que comentaba con frecuencia. Sin embargo, fue más divertido describiendo los muchachos de la playa de Santa María del Mar. Seguramente el pintor se pregunta a donde quedaría aquella acuarela que le regaló: era una versión suya de “Las Barcas de Santa María” de Van Gogh.
En aquellos días las relaciones entre el Poeta y Coco no eran buenas, yo diría que pasaban por la peor de las crisis. Yo sabía muy poco de los intereses que ellos manejaban.

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Como de costumbre, Ecliserio pasaba largas horas en su cuarto, en su balcón lleno de macetas florecidas en invierno, contra el gris permanente de un cielo intemporal. Rara vez se encontraban frente a frente a la hora de comer, aunque este acto fue una sagrada costumbre cuando los niños estaban en casa. Ya son hombres y mujeres. Distantes. Pero a veces un lejano lapso de ola lo secuestra y va escaleras arriba silbando desafinado con la sensación de que Otto a regresado con cierta devoción. Una heredad genética.
Irene comportándose como la niña sensual que había sido, presumiendo su bata de cumpleaños a un extraño bailarín cuando aún los sueños de Lisa no llegaban más allá de terminar sus estudios en la primaria. Ver más allá. Sin embargo, estaba en el siguiente paso del oráculo y le fue otorgado el Ojo de Horus para tomar el camino de los hijos de Abraham. Pero otros ruidos lo devuelven de bruces contra el impávido muro del distanciamiento. Se regocija en la posibilidad de traer a la mesa una dotación de lúcidos recuerdos que se impactan contra viejas sutilezas: manuscritos incoherentes, apuntes, un catálogo de fotos familiares, las cartas de su madre.
Con esa mirada de menosprecio siempre interceptando, proyectando evidencias con gestos silenciosos, aun cuando Ecliserio discurre y se limita al imperceptible movimiento del agua en el vaso. Este muro construido sobre su piel, se trastoca en un siniestro pabellón de recluso. Oh, vida intacta y apestada bajo un mismo hospicio y él retornando por inercia, al amaestrado amor de los claustros, a la carne limpia de toda peste sexual. La fealdad de lo impasible y se convierte en el eterno desencuentro del espejo. Caer y levantarse o llevar la piedra como en el mito de Sísifo. Ave Fénix resurgiendo de eternas incineraciones. Sometido cada día a sondeos impredecibles. Insolencia de la sombra que lo parapeta en el caos de la costumbre y una profusa emanación a tufo de fiera.
A sus espaldas se abre una ventana enorme y percibe la brisa sacudiendo los arboles del parque cercano, bulla de transeúntes, aplausos; entonces dice: la casa de uno, aun errante, oscilando entre el ruido y la serenidad llega a su fin o, ¿Qué diría ella que es también la gente? Esa sombra te observa moviéndose de un lado a otro y te hace enmudecer de enojo aquí, ahora frente a esta bahía que alimenta la niebla, velando una increíble puesta de sol. Ella, la gente no sabe. Sabe como la gente, intuir, alimentar su propia lobreguez, como hace la bruma con el mar.




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Ella, tras las cortinas no solo va de un lado a otro guareciéndose. Adherida como una hiedra a las ménsulas de este castillo en ruinas, contra la fuerza del viento y la investidura del mar, se traslada a un trance de eternidad. Ella es Luna en su plenitud mostrando una larga vida en memorias, libros desconocidos y famosos.
No soy solamente la literatura: soy la locura. Soy capaz de matar. ¿Mi obsesión? ¡Que me escuchen! ¡Que me escuchen! Saldré a caminar por los tejados. Quien sabe cuantas cosas gritaré. Me presentaré en todas las plazas. Porque yo soy tú. He penetrado en tu casa. Nada hay oculto para mí tras esos ladrillos pintados en tu cuerpo desnudo.
Yo digo que los padres de Ecliserio, -dice ella que dicho por el propio Ecliserio lo tiraron a la calle, lo dieron en adopción, él con un sueño de quijote y lo colocaron de escudero. ¿Como puede un humano ser tan indolente? Su madre no lo parió, lo escupió. No quería tenerlo, tal vez en un mentido recuerdo de su locura, lo abandonó en una cloaca a merced de las ratas o entre los mayales de la colonia. Ji, nosotros nacimos en pañales de seda. Una parte de la Gente nació en cuna de oro y otra en una cloaca. Yo estoy, afortunadamente en el primer grupo. Ecliserio hace un alto en la secuencia de sus recuerdos para reírse. Mueve la cabeza y se ríe para no llorar.
Tengo que cortar definitivamente con este cordón umbilical. Yo no dependo de ella, mi madre no puede ser la sombra, la locura, una equivalencia de todas las murmuraciones, los juicios sumarios de a media noche. Ecliserio, levántate, vamos a hablar y él con el sobresalto escuchando a punto de caer muerto de pavor. Pero si yo soy la Madre de la sombra y soy quien la amamanto no tengo más nada que agregar. Eres tu misma y a la vez el coliseo de Roma.
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Estoy a punto de ser parte de estas aguas enfurecidas y me aferro a los arrecifes. Mi casa soy yo. No puedo dejar a la deriva estas cosas que guardo de tantos años. Cada ladrillo de mi casa es susceptible de originar una leyenda incluyendo los hijos, ya no tan devotos, como en otros tiempos. Los fieles son otros, los afines nada tienen que ver con el sexo. Ecliserio se imaginaba el fin. No podía evitar la visión pasajera de su cuerpo disperso en la bahía, eran unos cuantos ladrillos flotando en el ir y venir de las olas, pequeñas tumbas olvidadas impredecibles para los navegantes. Los seguía con la mirada perdida en pequeñas chispas bermejas. En cada ladrillo hay un poco de su infancia y eso es algo espléndido para estos tiempos.


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Después comprendió que no era a su fin, Ecliserio vio una oportunidad de volar a otras tierras elevarse y contemplar la inmensidad de las aguas que rodean la Isla, definitivamente se alejaba de los ruidos habituales, del verde azul visto al otro lado de su extrañamiento, en los límites de un itinerario perpetuo. Se pregunta si es esto lo que realmente necesita.
Ahora me doy cuenta que no conozco tanto a Ecliserio como creía. Y me sorprendo de verlo emprender una salida abrupta de la isla a pesar de las oscuras expectativas. Irse, salir no había sido para él un proyecto concluyente. No sé cuanto tiempo pasará después de esfumarse como un grano de arena en la otra ciudad, expuesto a una investida mayor: la de luchar contra los arrecifes de lo desconocido.
Solo unos días después fue capaz de apartar de su mente los presagios provocados por ciertos mitos. Tocar un nuevo territorio era también parte de su vida como en aquellos días, distraído junto al malecón, si el atardecer capitalino no le pertenecía, mucho menos la otra ciudad donde los vestigios de viejos imperios aun parecen aplastarlo. De nuevo me quedé observándolo pero ya no logré intuir su destino inmediato ni saber lo que ambicionaba.
Llegar a la otra ciudad fue como regresar al bullicio de la ciudad que lo adoptó y le ofreció generosos esplendores en su niñez. Mérida se le pareció de pronto al Holguín que a penas observó medio siglo atrás. Allí estaban las casas palacianas de frescos patios interiores. Inocentes jardines, arquitectura intacta sin la impronta de obsesivas profanaciones que gritan en los viejos muros. Las plazas atiborradas de gente viva y alegre pregonando las ofertas del estío.
El hotel a donde logró llegar era una suerte de museo de arte. Como en una obra abstracta, los espacios ofrecían un desorden aparente, pero con un orden interno respetable. Tras las vidrieras del vestíbulo se escondía un ambiente de verdor tropical abigarrado con plantas, aromas y arabescos. Todo en función de resguardar los espacios virtualmente separados por muebles de mimbre, lámparas, angelotes, mesas irregulares, aparatos inventados, maniquíes, nichos con graciosas esculturas policromadas. En la recepción encontró a Gonzalito, un empleado de carpeta que parecía de los años 30; clásico, amable, con ciertos ademanes afeminados que sabía disimular de inmediato impostando una autoridad propia de los que sirven en estos negocios. El hotel ofrecía la particularidad de que hospedaba artistas de diferentes partes del mundo y tenían la opción de pagar el hospedaje con una obra.

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Después de varios días apareció el anfitrión o más bien una suerte de guía encargado de acompañar a Ecliserio en un viaje de 22 horas en autobús a la ciudad de México. Cuando Lázaro llegó al hotel Galería fue hasta la piscina, donde encontró a Ecliserio entretenido en el ondear de las tibias aguas yucatecas. Se sorprendió. Aun no se borraba de su rostro la huella de los últimos días en la Habana, en plena austeridad. Nada sería capaz de intimidarlo después de un largo entrenamiento en asuntos burocráticos, algunas veces cargado con una fuerte dosis de fobia por el que se va. O el que va, da igual. Siempre lo ven como el que saldrá. Esperó su salida temporal, sin que esto hubiese llegado a considerarlo como una salida.

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El dueño de aquella extravagante instalación era el señor Manuel Rivas, un hombre de aspecto europeo, blanco, corpulento, culto y de lenguaje sencillo. Con gran sentido del humor. Se conducía como un artista de vanguardia escapado del grupo de los informalistas de Nueva York. Era considerado no solo un importante coleccionista de Mérida y un celoso guardián de su patrimonio. Era realmente un artista contemporáneo que sabía manejar con excelencia el lenguaje de su época.
El tiempo que Ecliserio estuvo hospedado en el hotel galería, fue la ventana inmediata por la que empezó a conocer las tierras de la cultura Maya. Le sirvió no solo para introducirse como artista, sino para reconciliarse con un mundo que había observado de lejos, mediatizado por los que escriben la historia. Figurándose acaso que alguna vez había vivido esos esplendores en lo esencial, en ese aspecto virgen que tiene el mundo de la infancia.
Manolo lo llevó a conocer su colección de pintura cubana, que presumía con orgullo. Ecliserio contempló con asombro obras importantes de Cabrera Moreno, Raúl Martínez, Milián, Portocarrero, Amelia, Favelo, Zaida, Antonia Eiríz, Tomás Sánchez, y una lista de otros igual de importantes que se aglomeraban resguardadas en los muros destinados a galería.
Unos días después cuando pasó a liquidar la cuenta en el hotel para continuar viaje a la ciudad de México, Ecliserio extendió en el piso varias pinturas suyas, oleos sobre tela. Había convenido pagar en especies porque era su única moneda en aquel momento. Manolo escogió una abstracción cargada de azules, y rosas grisáceos, dijo que era fabulosa y pagó con diligencia 500 dólares sobre los gastos de su estancia en el Hotel. Fue curioso, porque dicha tela estuvo a punto de quedarse en Cuba; a Ecliserio no le parecía particularmente buena. Muchas veces el pintor frente a su obra, experimentaba una rara sensación que oscilaba entre lapsos de arrepentimiento e instantes de elevación del ego, creyendo ciegamente en cualquier resultado, magnificando su propia obra.

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Después de lo que había aprendido Ecliserio durante unos cortos días en Mérida, estaba consiente de que la gran capital azteca sería para él un mundo lleno de sorpresas. Lázaro había arreglado las cosas para que se hospedara con él en una pensión de la calle Bucareli, tal vez abusando de la generosidad de un muchacho de Hondura, quien rentaba un piso en aquel añejo edificio. La otra ciudad comenzaba por mostrarle su lado austero. En la isla los artistas que viajan al exterior de manera independiente se juegan una carta y no todas las veces tienen la fortuna de tocar las fibras sensibles de algún mecenas. Solo cuando se les ha otorgado el mérito oficial de cumplir una misión cultural en la que media un contrato con deberes y derechos. Ecliserio reconocía lo importante que había sido Lázaro para él en esta etapa. No los unía nada sentimental. Se descartaba también algún concepto que sirviera como punto de partida para que sus discursos pictóricos se integraran en una exposición bipersonal. Ecliserio supo de inmediato que Bucareli seria el espacio obligado. No hubo otra obsión. Recuerda con beneplácito aquellos días intensos que le permitieron crear suficientes cuadros para una muestra personal: La Otra Ciudad.
El pintor recién llegado a la ciudad de México, no se imaginó que el trabajo de tantos meses iba a servir para engrosar los fondos de cuadros robados de la Vil Galería, dirigida por la señora Armida, quien usó a políticos, curadores, museógrafos y por supuesto a los artistas para finalmente quedarse con las obras sin pagar un centavo a sus autores.
Desilusionado y en medio de una preocupante crisis económica, Ecliserio se desvelaba buscando una posibilidad de regresar lo antes posible a la isla. El dueño del departamento, Don Luis, un señor de unos ochenta años, que había sido mariachi en Garibaldi estuvo a punto de llamar a un abogado para echarlos a la calle, porque no tenían dinero para pagar la renta, sin embargo, les dio una oportunidad y les ofreció un cuarto de azotea. En pleno noviembre el frío era insoportable. Durante unos días Ecliserio y Lázaro tuvieron que compartir una cama. Durante el día tenían toda la azotea para pitar. Una noche llegó a visitarlos Javier, un mexicano que visitaba frecuentemente la ciudad de Holguín. Era el marido de Merci, holguinera y buena amiga. De algún modo Javier estaba relacionado con el mundo de las artes. Tenía el concepto, tal vez anticuado de que las obras de arte pueden llegar a valer mucho con el tiempo.
Llamó a Ecliserio aparte y le dijo que tenía un apartamento en la colonia Campestre Churubusco si quieres mañana te mudas. Dos hombres durmiendo juntos se pueden volver maricones. La última frase fue una broma muy mexicana. Pero Ecliserio no le prestó mucha atención, seguía con la idea de regresar a casa.

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De Cuba le llegaban cartas, voces desesperadas entraban por el audífono del teléfono mágico: no se te ocurra venir porque aquí te vas a morir de hambre. Tú no tienes idea de la que estamos pasando, es realmente un panorama aterrador. No hay obsión. No. Eran voces lentas, tristes, golpeadas por la desolación y el caos. A veces llenas de ira y resentimiento. No había un instante para hablar de la otra ciudad, aunque él trataba de ser alentador, ofreciéndole una esperanza remota que aún no tenía a su alcance.
Fue una temporada breve aquella de conseguir un teléfono público completamente gratis, pero la mayoría de los extranjeros se formaban para aprovechar la oportunidad que ofrecía este descontrol por parte de la empresa telefónica. Para algunos cubanos sirvió como punto de reunión, una posibilidad de encontrarse con sus paisanos.
Una de aquellas noches decembrinas Ecliserio vio junto a la cabina telefónica, un joven tiritando de frio y enseguida comprobó que se trataba de un holguinero conocido. El reconoció al pintor y se presentó como Alejandro, un estudiante de la Escuela de Danza. A simple vista se le podían calcular unos 19 años de edad, con un porte elegante y conservador. Como se encontraban cerca de la zona Rosa, caminaron hacía la calle de Génova y terminaron invitándose mutuamente a un café. Entraron a un en un Vips. Y no dejaban de recurrir a la gastada frase: ¡que pequeño es el mundo!

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Después de una larga temporada de ausencia, Ecliserio arreglaba las maletas para regresar a la Isla por unos días. Hacía y deshacía su equipaje, calculando el peso, seleccionando una y otra vez entre los bultos lo más necesario. Pero llegaba a la conclusión de que realmente todo era ineludible en un país donde no hay prácticamente nada. Ella guardaba silencio. Demostraba una aparente tranquilidad que no duraba mucho: y saltaba con alguna ironía, casi siempre fuera de lugar. Así de mal hablada como se había vuelto decía: ahora que llevas dólares se te van a sobrar las jineteras. Y él le respondía que en cuanto llegara a Holguín iría corriendo a San Agustín para ver a su madre.
En realidad a Ecliserio ya no le nacen ciertos entretenimientos, como antes cuando tenía que “inventar” para conseguir una botella de “vino de armenia”. Cuando discurría con gente de la calle haciendo algunos cambalaches para sobrevivir. Todo eso cambia cuando sales, cuando te vas y regresas. Todo es diferente y aunque trabajes como mulo, lo haces con la perspectiva de asegurar un futuro inmediato; la posibilidad de viajar a Cuba y remediar en lo posible algunas calamidades de la familia mas allegada. Ecliserio había cambiado; ya no tenía corazón para emborracharse por gusto. Ni valor para derrochar el escaso dinero. Sabía que ahora el intercambio de favores con sus viejos amigos, funcionarios del turismo, sería distinto. Estaba consciente de que las divisas, penalizados por las leyes vigentes, eran peligrosas llaves mágicas para resolver todo. Pero para él como residente en el extranjero, podía convertirse en arma de doble filo; se sentía vulnerable, porque nadie sabe de lo que es capaz una persona resentida y minada por la desesperación o, simplemente, porque cada vez puedes encontrarte un mayor número de gente sin escrúpulo. Sí, qué importa, que digan que me regresé derrotado, sin un céntimo en el bolsillo, que tanto tiempo viviendo afuera y no eres millonario, que no demuestras tu prosperidad con aparatosos equipos eléctricos, abundante ropa de marca, un cadenón de oro. Un buen reloj. Nada de eso tenía Ecliserio que prefería regresar a su vieja casa de campo, aquella que conserva en sus maderas los remotos olores del hogar materno y un casi imperceptible aire de nostalgia. Allí estaban reunidos todavía una pareja de generosos ancianos que viven “a la Antigua” en lo esencial, pero con una huella inevitable de quien sabe cuantos castigos, sacrificios impuestos, mínimos deseos amputados, ilusiones quebradas así, a punto de esfumarse con ellos a la tumba.
Allí lo esperaban sus padres Hilario y Marina, para contemplarlo con curiosidad y algo de asombro. Lo han rodeado con todas las penas inevitables, con sus escuálidas memorias y un silencioso respiro, quizá disimulando unas ganas inmensas de regresar en el tiempo a esa relación cotidiana que los unía en animados alborotos, en juegos interminables apuestas. Pero sobre todo hay añoranza por ese acto sagrado de compartir la mesa, los incesantes ruidos de la noche el canto de un gallo el llanto de un recién nacido, alguna voz reconocida que llama; que sigue llamando con tierna desnudez: “mamá, mamá”. Mamá, qué bueno que aun puedo verte: toma esta manta, a veces la podrás usar, no siempre hay calor, decía, y Marina miraba a su hijo con un goce indescriptible, una alegría infantil, querendona por el reecuentro. Tantas veces se repiten estas escenas en la isla, la isla de los hijos exiliados. Auto-desterrados por un desesperado afán de libertad; por encontrar el sueño de una vida mejor.

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